Hay días que amanece solo para enseñar el sol y días fríos
que amanecen de luna blanca con estrella;
mañanas que son un instante, y ya se fueron,
días que se levantan a duras penas contra el negro pesado de la noche
y se demoran abrazados al otro lado del horizonte.
Mañanas de barcos que están de vuelta y se acercan despacio
en el cambio de luz a recogernos, mañanas de barcos que zarpan
en silencio por amaneceres que pasan de largo.
Y con el amanecer, nos vamos.
Los hay de recuerdos morados, arrebolados imposibles y rosas melancólicas
de fuegos rojos en mil planos, de pájaros que vuelan oscuros y silenciosos
hacia la madrugada.
Albas de cristal que amanecen por sorpresa, que se filtran
entre sábanas y espejos de nubes o se ahogan amarillas en la calima.
Amaneceres de horizonte, amaneceres solo de mar
amaneceres sobre el lomo negro de un animal fantástico petrificado en la silueta de una isla.
Los hay barrados de nubes grises, de cielos de nubes que se incendian y luego
ya se pierden blancas, sin misterio, en la mañana.
Despertares de neón y sueños, amaneceres desenfocados, mañanas en monocromo sin fondo,
amaneceres de verlo todo, de intentar no moverte, de gritar por dentro y parar la Tierra.
Y con el amanecer, nos vamos.
Hay mañanas que se anuncian solas, limpias, de rayos que atraviesan la aurora
luz de hoy en una mañana de sol redondo, amanecer naranja
albas de tempestades, de fríos que no ceden al sol, de vientos que esculpen las aguas
de acantilados negros, de abrazos, de sombras que mueven tu pelo.
Amanecer de olor a mar, de mar en calma, amaneceres solo de cielo
amaneceres en que solo sale el sol y lo demás se queda adentro.
Y con el amanecer nos vamos dejando atrás
un amanecer tras otro, otro amanecer de todo
otro año que amanece, otra música que pasa
y otro amanecer contigo de café y ventana
al otro lado de la foto.
Por Jorge Díaz de Losada