A José Hierro, que me es tan querido,
pidiéndole disculpas por adelantado.
Jorge Trujillo, natural de
Canarias, fallecerá un día (o noche)
de algún año, a consecuencia
de su mala suerte. Su cadáver
será el muerto más vivo
durante instantes de segundo.
Se dirá una misa cantada
por deferencia a algunos familiares. Sigue leyendo “Requiem”→
Los parroquianos están disparatados,
dicen, porque empieza un año nuevo.
El zinc de la barra, sigue, sin embargo
igual de pegajoso que en diciembre;
la Lavazza tampoco recuerda a qué sabe
un buen café recién hecho,
y en mi mesa, sentada al frente, la soledad
prosigue impertérrita (y ahí seguirá cuando
yo muera).
El periódico, es cierto, estrena un formato
nuevo, para adaptarse, justifican,
a estos nuevos vientos tan modernos
(pero sigue siendo de papel, como siempre).
Solamente yo me siento diferente.
Las canas comienzan a saludarme en el espejo
alegres por su presencia y yo por verlas a ellas,
como una señal de que empieza algo nuevo,
como una certeza de que nos queda menos tiempo.
Un agotado horror
contempla la estela de su marcha.
Las ruinas,
en un coro desencajado
de cientos de ojos grises y cuadrados
se lamentan inmóviles, amontonadas,
y sus cientos de bocas vacías,
se inundan de silencio
como la madrugada.
Suena un tiro no muy cerca.
Alguien muere.
Alguien mata.
Su viaje comienza
con el ocaso de la nube de azufre
que dejan tras de sí
sus pasos y esperanzas.
Vidas, ahora sin rastro de pasado.
Vidas sin memoria, sin voz.
Vidas polvorientas y descalzas
deshilachadas en caminos imposibles
aferradas al vacío, al vértigo de la nada
frente a los ojos de sus niños.
Rémoras de la desgracia
avanzan,
ignorando el escozor de sus llagas;
uniformados por el polvo y la mirada rota.
Arrastran sus raíces sobre la tierra seca
de un camino ignoto y cuesta arriba
en un éxodo de lágrimas sin vuelta.
Cuando el único rumbo es el miedo y la distancia,
entre laderas de yodo y taludes de humo;
eternas noches y días sin horas;
sobrevivir salvaje de dolor continuo.
Un compás de una sonata de Mozart
rompe el paisaje en la sonrisa de unos niños.
Llueve en el desierto.
En los páramos escarpados
alrededor de su hambre y de su miedo
los niños siempre juegan, y su juego
lo hace todo más patente y descarnado.
Hombres y mujeres vociferan
a ambos lados de una raya.
Nuestra conciencia vendada
en la mano fría de un soldado de frontera
cierra una valla.
Los niños siguen jugando.
los demás los miran
y callan.